A veces quiero irme



S.O.S.


¡Socorro! ¡Echenme un cable! Con que me concedan un minuto de tiempo es suficiente. Verán, el caso es que me he perdido entre las páginas 111 y 112 de la última novela de Gustavo Martín Garzo. Encallé, como un petrolero de bandera liberiana en mitad de un temporal. Así, sin más. Ahora floto. Como lo cuento, navego al pairo en esta mar gruesa donde una sinécdoque afilada se me clava en el costillar. Llevo así desde el día en que me tumbé en la chaise longe de la terraza y pensé: «Creo que voy a ponerme a leer un rato». Ya es tarde. No hay lamento que valga. ¡Dios mío!, ¿por qué no elegí a Kafka, o a Nabokov, o a Faulkner, como hacía siempre? ¿Pero quién me mandaría a mí seguir los dictados del mercado? ¿Por qué? ¿Eh? ¿Por qué atendí al canto de sirenas que resonaba en las columnas semanales de los críticos reputados?
El caso es que no estoy solo. Aquí hay más gente. Durante la semana que llevo ahogándome en las profundidades de la narrativa contemporánea he coincidido con:
a) la profesora de piano que zozobró en el texto de contraportada del último Espido Freire,
b) los dos quinceañeros que osaron hojear la obra cumbre de Ricardo Bofill júnior, aunque, la verdad, nunca pasaron del capítulo uno
y
c) el caso más aterrador de todos, un consejero delegado que, para evidenciar a los subordinados su amplia cultura, paseaba arriba y abajo de la empresa con la ópera prima del bailarín de bailarines Antonio Canales (¿para cuándo toda la verdad sobre sus incidentes aeroportuarios en los EE.UU. de América? ¿Algo en plan periodismo gonzo, o sea, igual que Miedo y asco en Las Vegas pero con algún eco del Poeta en Nueva York lorquiano?).
Antes, a los náufragos les quedaba el recurso fácil de meter mensajes en la botella, lanzarlos lejos, hacia las olas, y esperar fragatas en rescate; ahora, la Botella es esa politicastra que se cepilla moritos en los Centros de Acogida cuando cree que nadie la ve y que, además de vestir con traje de chaqueta, prologa cuentos para las NN.GG. y nos los vende con gravedad, como si fuesen inéditos de Borges.
Continúo anclado en un párrafo acuoso. Nado a crol mientras maldigo el día en que la gentuza encorbatada, aprobado aquel máster en Marketing que pagó papá, asaltó las editoriales.