Bienvenidos a MadriT

Saco un pitillo del paquete de tabaco..., y el mechero.
No queda ni gota de gas.
Llueve otra vez. Hace rato que llueve y ahora es agradable recibir la lluvia en pleno rostro. Un amplio gemido de sirena señala a los espectadores el fin de la fiesta y la calle se queda vacía, apenas turbada por el rumor de la fina llovizna. Los escaparates han desaparecido, uno tras otro, detrás de las puertas metálicas. Alta, lejana, la catedral.
Madrid tiene esta mañana, a la altura de los tejados, un tinte gris sobre una capa de niebla.
Entorno los ojos de modo que mis largas pestañas postizas emborronan todo cuanto no es de mi gusto.

Puerta de Toledo... Acacias... Pirámides... Marqués de Vadillo... Urgel... Oporto... Vista Alegre... Carabanchel... y, finalmente... Aluche. La línea 5 del metro es una vena embotada y sangrante de color verde manzana. Desde la esquina del vagón rebosante, la falda de gasa con estampado de serpiente y el jersey lleno de lamparones y el sujetador Sul Tuo Corpo descosido son el centro de todas las miradas. Llevo una carrera en los pantis por donde se cuela mi rodilla derecha.
Más no, por favor. No sé si podré.
Alzo los ojos y tardo un instante en corroborar la identidad de las miradas que, con su brillo enfermizo, no expresan ningún indicio de temor o sorpresa, sólo la resignación de un cierto abandono o la insolencia del sueño.
El fucsia y el blanco, juntos y bien revueltos: la receta con más éxito de la temporada.
Las cosas no pueden ir a peor.
Mamá. No sé por qué he pensado en ella. Después de ver volar al repartidor del Telepizza en su cielo de mozzarella, puedo aguantarlo todo. Todo menos la idea de volver a casa..., con la ropa de Ève. Me empiezan a doler los pies dentro de sus zapatos, llevo demasiado tiempo sin cambiar de postura.

Pasear vestido de mujer cuando las aceras están lavadas por la lluvia reciente es reconfortante, volverse al paso de una chica, detenerse en el mercado a contemplar las bombillas fundidas de un árbol navideño, estar en el centro de los recuerdos, entre el mar y las montañas, es vivir.
Al pasar cerca de las ventanas de un chino, el primer cliente, un gordo de cara roja y bigote negro, con la servilleta metida en el cuello de la camisa, me mira desde un cuenco con chop suey con sorpresa y temor y odio y suelta un grito de asombro, como si yo fuera la última persona que esperara ver y la última persona a la que querría ver.
Compro una manzana en un tenderete de fruta y muerdo con ansias no de hambre, sino como una afirmación de mi libertad. Mastico, conteniendo las lágrimas a duras penas, calle arriba.

(De Valium (Foca Editorial), de David Benedicte; 2001).