Blanco de mi hogar



¿Todos contra el fuego?

El mismo día de tu decimotercer cumpleaños, envalentonado por los sonoros jaleos de los invitados al convite, sufriste el primer chispazo. Al principio no pasó nada. O casi. Las llamas recorrieron tu espinazo de la cabeza a los pies y debió de subírsete pronto a la cabeza el efecto de aquella alucinación porque lo siguiente que recuerdas es despertar anudado con estribos a una cama de hospital.
A los catorce recién cumplidos, cansado de tanta hoguera, te pasaste al ron y a la ginebra. De todo con tal de apagar los rescoldos de tu locura. Pronto llegarían los deliriums de daiquiri bien cargado o denso pacharán casero. Alternabas tus hepáticos desenfrenos, eso sí, con bocados de pan y mortadela que fueron pronto convirtiéndose en atracones pantagruélicos de paella o tocinillos de cielo, flanes de huevo o vainilla, patatas fritas o al vapor.
Y así, masticando a dos carrillos, gravemente alcoholizado, apagando incendios en tu cabeza, te hiciste un hombre.
Paseaste más tarde tus ciento cincuenta kilos de peso por burdeles inflamables y gozaron a tu vera las muchachas más hermosas del planeta, negras, blancas o amarillas, lolitas y viejas, gruesas y flacas,
¡ay, Dios, cuánto oprimen los recuerdos tu aplanado cuerpo!
Hoy por hoy te sientes como una gorda y vulgar cucaracha empeñada en vivir libre en el Paraíso, evitando evitar el Cucal que alguien echa entre las rendijas porque, dicen y es cierto, os mata bien muertas.
Eres tan feliz, así de esta guisa.
Más desde que leíste en un periódico usado de la basura que las cucarachas sobreviviréis a la III Guerra Mundial y tú mientras ahí, sin trabajo ni nada.
Miras por la ventanilla y el reflejo del sol en la ciudad golpea el cristal del rascacielos como una caricia de ogro gay, y suspiras profundamente.
Se lo debes todo al niño que de mayor quería ser bombero, piensas.
Y que se jodan los responsables de anuncios del tipo Todos contra el fuego.